05 mayo, 2009

Anhelos efimeros

«El florecer de nuestras vidas»
Dicen que con los años volvemos a los orígenes, más bien pienso que no regresamos a ninguna parte, salvo a nosotros mismos, a lo que somos o fuimos. Ocurre que sólo somos en relación a otros y nos reconocemos en aquellos lugares y con aquellas personas que dejaron huella en nosotros.
Ahora, en este puente de Mayo de 2009 regresaba a la Siberia Extremeña que recorrí por primera vez en 1979; pero evidentemente, aquellos lugares, aquellos espacios se han transformado por el paso del tiempo. Son habitados por otras personas bien distintas de aquellas con quien entonces lo compartimos, aún así algo en nuestro interior nos impulsa a buscar los vestigios de aquello que un día nos cautivo, el rastro de la obra y personas que compartieron con nosotros aquel lugar.
Como entonces, subí el puerto del Sotillo para bajar hasta el huerto del abuelo Juan. En aquella ocasión, lo hice en su compañía a lomos de su burra, ahora, anduve sólo los doce kilómetros de camino. El paisaje, siendo el mismo había cambiado, por lo pronto, una línea de alta tensión cruzaba las dehesas y montes en dirección SE/NO. Culminado el puerto, un enorme cartelón de la Junta de Extremadura te advierte que estás en un espacio protegido, dando información de senderos, zonas de descanso e información sobre la fauna y flora del lugar.


Bajando por la pista doy con la entrada de un enorme coto de caza privado que protege la salida de sus animales con una fosa enrejada para disuadir a cuantos gamos y jabalíes osen cruzarla, a su izquierda sobre un poste, una cámara de televisión registraba el acceso a la zona. Continuo pista abajo, unos setecientos metros, hasta divisar la pequeña garganta que un día robo al monte rotulando y desbrozando el abuelo Juan, en su margen izquierdo reconozco la enorme encina bajo la que edificó el chozo; sin embargo, en lo que un antaño fueron fértiles tierras de improvisada huerta, ahora se refleja la vegetación sobre las estancadas aguas de una presa, construida como abrevadero de los animales de caza. Bordeando las faldas de los montes circundantes, una línea de puestos de caza se sucedían cada quinientos metros. Estos puestos son de planta circular con un techado de chapa metálica pintada en verde y cubierta de ramaje natural, en su parte posterior se encuentran protegidos de los vientos dominantes mediante un muro más alto, poseen un piso de losetas cerámicas y en su interior un banco de obra desde donde sentados esperan apostados los cazadores a las incautas piezas. Frente a ellos una amplia franja de monte se ha desbrozado a modo de cortafuegos, en ella, se puede disparar sin obstáculos a los animales que huyen de la batida y que, obligatoriamente, tendrán que cruzar sin que nada se interponga entre la escopeta y su cuerpo. En un azulejo se puede leer: "Puesto nº 4 de «La traviesa»".
Allí cazan financieros, empresarios y, seguramente, invitan algún ministro y magistrado, ¿Cuánto costará un quiosquito de estos?- pensé, mientras seguía caminando en dirección al huerto del abuelo Juan- El viejo manantial alimenta ahora con su liviano chorro de agua la presa, y en sus márgenes ya no crecen los helechos, que son pisoteados por mil pezuñas de los numerosos animales que acuden a diario a beberá lo que ahora es un pequeño estanque.


Bajo la centenaria encina, ni una sola piedra del tosco chozo, los brezos, las jaras, y otros matorrales han terminado por hacer desaparecer los manzanos y melocotoneros del abuelo. Nada, absolutamente nada de su esfuerzo y trabajo recordaba ya su paso por aquel lugar.


Me senté en silencio arropado por los matorrales bajo la encina, hasta que, de nuevo, volvieron los sonidos del bosque que antes había silenciado con mi presencia. Unos gamos bajaban por la ladera opuesta decididos a saciar su sed hasta que su fino olfato les alerto, entonces, esquivos volvieron sobre sus pasos monte arriba. Recordé entonces las historias de caza furtiva que el abuelo Juan me había contado, recordé al Gonzalo, aquel lugareño furtivo que nunca engancharon los guardas ni advertían sus presas, pues pasaba varios días desnudo en el monte impregnándose de sus olores, para que el olfato de las bestias no advirtieran nada.

Mi mirada exploraba el lugar una y otra vez intentando encontrar un solo vestigio del trabajo, de las ilusiones y anhelos del abuelo Juan; pero todo esfuerzo era vano. Tanta ilusión, tanto interés, tanta energía gastada y nuestras obras y proyectos son tan efímeros como nuestras sueños. De aquel edén nada quedaba y es que como me dijo un día Víctor (un agricultor frutero), nada consume más energía y recursos en una planta que la floración; seguramente los anhelos y proyectos humanos son la flor de nuestras vidas. Flores tan efímeras como espléndidas y bellas. Pensé en lo hermoso y trágico que resulta el que tanto derroche de energía solo dure un instante, un momento de nuestra existencia; sin embargo, su esplendor lo guardo todavía fresco en mi retina y recuerdo, aquí perduran los bellos ecos de aquella obra del abuelo Juan.